Acércate.

Recuerda que el problema con la locura es que ya no es vista como una virtud.


Bienvenidos

noviembre 25, 2020

Prosa: Lee lo que te de la gana

De mi experiencia trabajando en una librería y mi vida como lectora.


No tengas el menor remordimiento. Hazlo con la naturalidad con la que te quitas los zapatos que te están incomodando y no resultan de tu agrado. Eso es lo que hay que hacer con determinados libros, saber prescindir de ellos. Sé muy bien que una cosa es dar una recomendación y otra muy diferente llevarla a la práctica. Muchos de nosotros arrastramos sentimientos de culpa autogenerados que nos imponen pesadas cargas.

Llevamos a cuestas decenas de inercias, complejos y culpas que por razones inexplicables nos impiden desprendernos de cierto material bibliográfico con agilidad. Hay quienes sufren libros que no quieren terminar (porque son un suplicio) pero se sienten presionados por su propia conciencia (como si fueran peregrinos de camino a la Basílica, el que una vez iniciado lo deben por fuerza concluir) a ponerles fin. Esos libros acumulan polvo en la mesita de noche o el buró, o se maltratan en el coche esperando una oportunidad para ser leídos. En nuestros libreros se forma un pelotón de libros que leemos por obligación o por quedar bien. Y lo hacemos, en muchas ocasiones, por aquello de que: no se puede andar por la vida sin haber leído el último ensayo sobre los impactos del calentamiento global o el libro que te hará millonario en poquísimo tiempo. O tal vez el último ensayo de esos profesores-oráculos que se dedican a restregarnos en la cara que habían predicho (varios años antes de que ocurriera) el desastre de las torres gemelas o la pandemia. Su particular forma de presentar las cosas lo hace sentir a uno tan absurdo como si su predicción hubiera sido noticia de ocho columnas durante un montón de meses y sólo nuestra supina ignorancia pudo pasar por alto tan clarividente advertencia. El sentimiento de  culpa nos orilla entonces a leer (con una mezcla de resignación y humildad) los tabiques de esos genios de la predicción. Y venga a nosotros el sufrimiento.

Es también muy frecuente que (por aquello del desvelo social) nos autoimpongamos auténticas torturas literarias. No es muy agradable -es cierto-  que en una cena amistosa algún listillo te suelte el típico obús: ¿Ya leíste el último de Murakami? O también puede ocurrir que nos encontremos con su variante anglolactante que con tonillo melifluo pregunta: ¿No sabes si ya tradujeron el último de Mac Ewan al español? En ambos casos el diablillo que tenemos dentro nos conmina a dar una solución al “fuera de lugar” en el que el preguntón impertinente nos puso. En vez de ignorarlo paladinamente caemos en su trampa, y la reacción típico de quien sintió su amor propio lastimado será pedir el libro por Amazon o ir corriendo a la Gandhi (o el descarado que lo bajará de internet) esa misma noche y sentir la compulsiva necesidad de leerlo íntegramente para regresar el alma a su estado natural. Frustrante forma de leer esa.

El buen lector sabe que debemos resistir a todos esos cantos de vanidosa sirena y contestar con soberano aplomo: NO, no lo he leído. Un no redondito e impermeable a cualquier otra sugerencia que interfiera con nuestro sano propósito de leer solamente aquello que nos de la regalada gana.

Seamos francos, a lo largo de nuestra vida hacemos ya muchas concesiones leyendo un montón de textos, artículos, ensayos e informes por obligación. Nuestro trabajo o estudios lo requieren y por tanto lo cumplimos. Muchos, encontrarán placer en la lectura del material que constituye su trabajo o estudio; otros lo harán con gallardo profesionalismo. Pero una vez cumplidas las lecturas preceptivas para el buen desarrollo de nuestras tareas, debemos conferirnos a la imperial capacidad de sólo leer aquello que nos dé un placer enorme.

Si te gustan las novelas de fantasía no tienes porque informarle a ninguno de tus pomposos interlocutores que lo haces. Así te ahorra los clásicos comentarios de: “Eso lo leía cuando era niño”. La intimidad es para regodearse en todo aquello que a los demás les importa un comino; y la lectura es una parte del núcleo fundamental de actividades que no tenemos por qué compartir con los demás y mucho menos para hacerlo por quedar bien o conseguir prestigio social.

Si te gustan los escritores libertinos, sucumbe a la tentación de leerlos con tu bebida preferida y no le pidas permiso a nadie. Lea a Thomas Wolfe o al siempre imaginativo Schwob sin tener que imaginar que te vas a presentar a un examen de literatura. Concédete el derecho irrestricto de disfrutar en exclusiva lo que te gusta…sin complejos de culpa.

 Si te agrada la lectura erótica o tienes gustos sospechosamente emparentados con la ramplonería, tranquilo, lee tus libros a gusto. No te sientas obligado de invitar a tu imaginario profesor de lectura a la sala de tu casa. Mándalo a ya sabes dónde. A todos nos cuesta mucho ganar espacios de autonomía  y por eso vamos por la vida negando que nuestros autores favoritos siguen siendo Conan Doyle, Mika Waltari o hasta la mismísima J.K Rowling. –Jaja, perdonen mi potterlocura- Nos sentimos confundidos cuando en esas mágicas tardes de sábado en las que encontramos dos horas seguidas para estar con nosotros mismos, nuestros grandes compañeros son Dickens, Tolkien, Castellanos, Shelly, King o Camilleri, por ejemplo.

No sufras más, y piensa que una vez que ha llegado el nivel que tienes, nadie, ni siquiera tú mismo en funciones de Pepito Grillo, debes obligarte a leer lo que no te apetece. Al igual que Bush dijo, en una especie de rebelión infantil tardía, que a sus años (y siendo presidente de Estados Unidos) nadie podrá forzarlo a comer brócoli, pues bien, a ti -faltaría más- nadie tiene derecho a robarte tus ratos libres y obligarte a leer lo que no quieres.

noviembre 24, 2020

Reconocerme

A veces para poder seguir, hay que empezar desde cero.

Cuando sufrimos, quisiéramos que todos estuvieran debajo de nuestra piel para que llegasen a entender lo que sentimos.

Pero eso nunca podrá ser, por que el dolor no se comparte. El dolor es propio, íntimo, irrepetible.

Es como hacer un dibujo: Podemos mostrarlo; los demás podrán interpretarlo a su manera, pero nadie podría dibujarlo como lo hemos dibujado nosotros, pues solo nosotros conocemos esos detalles, esas líneas o esos matices. A pesar de ello, estoy convencida de que siempre podrás encontrar a alguien que será capaz de escucharte y comprenderte, acercándose en demasía al nivel de tus trazos.

Hay relatos que al leerlos actúan como bálsamo para las heridas del corazón. Escribir es el bálsamo que cura las mías.

Durante años sufrí en silencio sin comprender el porqué de esta extraña sensación, de sentirme diferente, como Gregor Samsa en la metamorfosis del libro de Kafka

¿Cómo podría saber quién soy realmente después de toda una vida huyendo de mí?

¿Cómo aceptarme tal y como soy sabiendo que eso implica aceptar como mías todas esas dificultades que he intentado ocultar e incluso negar?

Un búho que se creía águila, que se esforzaba por ser un águila como las demás y que por más que se esforzara, no lo conseguía. Un búho que se esforzaba hasta el cansancio tratando de hacer movimientos y gestos que las demás águilas hacían de forma totalmente espontánea y natural. Y un búho que ya estaba agotado, muy agotado y ya no quería seguir intentando ser águila nunca más.

Me reconozco cuando mi hipersensibilidad sensorial me lleva al colapso y a padecer crisis terribles o cuando la ansiedad se apodera de mi al sentir que pierdo el control, que el resultado será catastrófico y todos se burlarán de mí, pero me reconozco aún más cuando respiro profundo, dejo caer algunas lagrimas y sigo mi camino.

He aprendido a dialogar de forma oral para seguir sobreviviendo y porque es como se expresa la mayoría, pero sobre todo me reconozco cuando la gente que quiero me permite expresarme por escrito, sin juzgarme por ello.

Me reconozco cuando no cumplo las normas sociales en fiestas o fechas importantes, por ejemplo, pero me reconozco aún más cuando a pesar de eso, tomo el teléfono y haciendo una excepción, hago una felicitación porque sé que es importante para ellos y los quiero.

Me reconozco cuando me bloqueo socialmente y no puedo emitir una sola palabra coherente, pero también lo hago cuando me sumerjo en esas conversaciones maravillosas de lo que más me gusta con las personas que están dispuestas a escuchar.

Me reconozco cuando me aferro a mis rituales y rutinas, negándome a cualquier tipo de cambio porque entro en crisis, pero también me reconozco cuando deshecho sin dudar cualquier costumbre, tradición o enseñanza carente de funcionalidad.

Me reconozco cuando dibujo esa línea invisible a mi alrededor que no me gusta que los demás pasen, pero también me reconozco cuando logro aguantar y fundirme en esos abrazos que no solo abrazan la piel, sino el alma, y que, sin querer, me hacen cerrar los ojos.

Me reconozco cuando me resulta difícil ponerme en el lugar del otro para entender su visión del mundo, pero también me reconozco cuando empatizo fuertemente con el sufrimiento de otras personas ante la pasividad e indiferencia de otros.

Casi siempre me manejo en extremos, a menudo blanco o negro. No fue fácil llegar a los 23 años (ahora 28) desconociendo que estoy dentro del espectro autista o Asperger. Intentando entrar en un molde en el que, para encajar, había tenido que disfrazarme, hasta el punto de no reconocerme. Pero, sobre todo, sabiendo que por mucho que me esfuerce, mi mente no es ni será nunca neurotípica, y odiarme por ello.

El diagnóstico me ha traído calma.  Me ha traído la pieza que faltaba para hacer encajar el rompecabezas de mi vida y como no, también ha traído respuesta a muchísimas preguntas que bombardeaban mi cabeza desde niña.

Ahora hay una persona cuya mirada proyecta aceptación y amor hacia mí. Alguien que, a pesar de conocer a mi personaje (como si de un videojuego se tratara), quiso saber quién se escondía tras de él. Y así he ido desnudando mi alma, liberándome de tantos prejuicios, sintiéndome cada vez un poquito más libre hasta que un día me arme de valor para mostrarme sin filtros. Y sé que pronto llegará ese día.


noviembre 19, 2020

Moverse

Hace ya algunos ayeres que saliste de tu cascarón y te entregaste al mundo y a sus ganas de hacerte trizas. Tenías que moverte, ¿no? 

Alguien vino a decirte que no está bien seguir en el mismo lugar que hace un tiempo. Que si las estrellas se mueven y los elefantes, las mariposas, los antílopes, las salamandras, las golondrinas y las ballenas migran, y la tierra se mueve y las plantas respiran y los pájaros cantan aunque el viento sople en contra y los cocos caen de las palmeras y los vecinos atormentan con su rutina exhibicionista de desorden cada día y las águilas sobrevuelan el océano y los árboles se besan las raíces y que si, físicamente, todo se mueve, tú también debías. 

A veces algo en el corazón te duele, pero sigues moviéndote porque recuerdas las palabras de ese alguien. Entonces ocurre que un día, como si hubiese sido un chasquido de dedos, un parpadeo o un caballito derecho de tequila, un día estás lista: sales a la calle y, santa madre, te has movido de lugar.

noviembre 18, 2020

Microrrelato: Abecedario

Su corazón latió a un ritmo acelerado, ese que le paralizaba cuando no quería escuchar, sus pupilas parecían agrandadas ante el reflejo que proyectaban los cristales fundidos en las minúsculas gotas de cada sonido.

La ciudad casi ciega decaía ante la obligada quietud que después de las siete de la noche marcaba el ritmo de los que retornaban. Había pasado ya por ese lugar, una, dos o tres veces lo había recorrido antes y ese momento le llenaba de hielo las manos.

Su cuerpo tembló mientras colgaba el celular tras oír aquella sentencia letal. Cada palabra taladraba lacerante todas las fibras de su ser. El infierno debió ser aquella sensación que le quemaba el alma queriendo fragmentarla.

Sin embargo, no se rompería de nuevo, no otra vez, consumió toda la impotencia que quedó en sus dedos, abrió los brazos recuperando su espacio, respiró y en sus ojos cerrados escribió y escribió hasta olvidar aquel abecedario.