Me declaro en franca rebeldía. La vida, áspera y estrecha, no ofrece asiento.
No soporto las voces de los incautos seducidos por modas de la nueva era —o como se llamen—; no me sirven. Que nadie me predique milagros del secreto, leyes de atracción, rayos violetas ni danzas cómicas. Tampoco profetas de ocasión.
Las cosas son como llegan y, a veces, no hay atajos. La tristeza es tristeza, el dolor es dolor, el fracaso es fracaso y el desamor, desamor. Ya basta de cubrir con cintas doradas el hueco de la ausencia; de fingir, con frases de tarjeta y cafés tibios en velorios, que lo roto se recompone por obediencia.
Elijo sentir lo que late: rabia, desamor, angustia, zozobra. El eco de una puerta que se cerró para siempre. La foto enmarcada que no contesta. Un nombre que ya no vuelve cuando lo llamo. Algunas tardes la casa huele a flores marchitas y cera; el sobre del acta, en el cajón, pesa más que un libro. Todo cambió de sitio sin avisar: la mesa quedó grande, las sábanas sobradas, los domingos con demasiado silencio. Aprendo a contar de otro modo: antes y después.
No lucharé por sofocar esto con agua bendita ni con promesas instantáneas. Si hay un infierno, me haré cargo: arderé lo que haga falta, hasta las cenizas. Y quizá entonces —no como el manido ave fénix—, sino como quien soporta la mirada de la pérdida sin agachar los ojos, encuentre una forma nueva de decir mi nombre y encontrarme.
Sigo en rebeldía porque las puertas se han cerrado y una verdad me ha estallado en la cara. También voy en contra del mandato de “seguir adelante” cuando todavía camino entre lápidas y urnas invisibles, cuando el “adiós” pesa como plomo en la lengua. No busco consuelo: nombro a los ausentes, dejo que la tristeza haga su trabajo lento, reacomode muebles y costumbres, borre rutas y trace otras. Y en ese trazo incierto, sin prisa, empiezo a reconocer la nueva forma de mi vida.